Mi tercer ojo
no entiende de oberturas
con esqueleto de águila;
de orfebrería cromática;
de arco-iris invictos;
de sedantes, de hipnóticos para enmudecer el dolor
de su córnea acribillada por los insectos
de sus interrogantes.
Abre el libro
por la página en blanco
y disecciona escrupulosamente
el alma de las mariposas del silencio.
El ojo de mi corazón
sabe que el cielo es una droga dura
que se debe masticar solo en noches
limítrofes,
justo antes de que la devoción
de algún violín castrado
mordisquee
con sus ácidas notas
la conciencia.
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