Padre mío que estás
en el muro
¡protégeme!
No duermo. El sueño no sabe alcanzar
mis lagrimales.
No duermo, muro santo,
acúname con música de mar y sal,
con un poema que sepa volar
y roce al contacto de mi corazón
la punta de una estrella.
¡Qué feliz soy en tierra de nadie!,
¡qué hermoso este silencio blanco!
Sin embargo,
algo golpea febrilmente tu piel, lo siento;
dice mi nombre a gritos,
me atormenta
el espíritu.
Su lengua paraliza mi lengua
cuando me habla de cosas que comprendo...
Y tengo miedo, Padre mío.
Entonces araño una oración
y te reinvento
mientras escondo mi cabeza
en el cielo, y trato de acompañar
la curvatura alada de los pájaros.
Madre mía,
canta muy alto desde el germen
de tu invisible piedad
mientras me sueñas;
que no escuche una sola voz temblar,
un solo puño de avarienta certeza
golpeando mi decrepitud,
desconcertando el llanto silencioso
con el que bendigo tu Nombre.
¿Sabes?
allá afuera
se cultivan palabras sobre la dura tierra
y sus frutos son álgidos, y pesan:
son pan para los ahorcados,
leche para la desilusión.
Y yo solo deseo este plato de negrura
que aliño con espíritus del aire, con relámpagos de paz
que atenúan los espasmos de mi desangelado corazón.
Santificad eternamente esta ceguera:
Madre mía,
Padre mío
que estáis en el muro.
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