No
creo en el azar.
Lo
supe
cuando recogiste
los pedazos de sol
que
me estallaron en las manos
un
invierno de octubre
e
hiciste con ellos un pan a la medida
de
mi hambre.
No
creí en el azar
cuando
el
reptil que trepó por las sienes nevadas
del
Nunca
deshizo
el nudo trabado en la lengua del pájaro
crecido
de la noche;
el
pájaro
que
regurgitó la luz
apelmazada
en la materia gris
del
cielo.
Siempre
supe
que
no fue casual el suicidio de las luciérnagas:
era
preciso intuir
una
luna más honda sobre el agua dormida.
Sentir
que pisaba las máscaras al latido
de
un verso;
que
cuantas muertes pueden sobrevivirnos
boicotean el quebradizo destino
de la arena.
He
puesto ya casi todas las piedras, amor; estoy amasando
ahora
las palomas que encuentro en el camino:
al
pie de todas las espinas,
germinando
en las colmenas del iris,
anidando
en el beso,
desafiando límites,
mientras
tú, sin saberlo siquiera,
vas
tejiendo mis alas.
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