Te vi,
abrazabas la noche con aludes
de sándalo.
Conjuraste un hechizo de sombras,
y me arrojaste
a la hora del solsticio
mil relojes de abismo:
el licor de tus palabras
era jenjibre en mi corazón.
Luego llegó tu mano,
tu mano
como un faro de alondras
bajo un cielo sin dios.
Y me dejé soñar...
Ocupa de mi alma,
¿cómo
pudiste atravesar los nudos cordales
de plutón?
¿cómo quebraste el mantra
de cristales y niebla
que hablaba por mi voz?
Más de un lustro ha llovido
sobre nuestros huesos flagelados,
más de un pájaro
ha sido abatido por el rifle
de la decepción.
Y sin embargo
vienes,
con la balanza de la razón y de la espuma
equilibrando las horas,
balanceándote en el duende del espíritu.
Sonríes, me besas
y me transmutas en astro o en sirena,
y entonas una balada roja
sobre la mullida cama del perdón,
un voraz blues de fuego y lirios verdes
que fagocitan en segundos
los interludios de la desolación.
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