domingo, 21 de diciembre de 2014

Edith



No soy Edith,
ya no.
La sal no amarillea mis ojos
ni deshuesa esta paz
la acidez de una lágrima.
He aprendido
a pulir la fiereza del rayo,
a sentarme sobre las ausencias
y aderezar su Nada
radiactivo con flores, con esqueletos
de ángeles.

No me advirtieron
que la venda de los recuerdos
arde
y es capaz de estrangular a la luz
en su siesta.

Y esta velada blanca, tan niña,
tan extraña...

Presiento una crecida de ecos en la noche,
una marea de espejos atávicos
fluyendo hacia los meandros
del no-olvido.
Allí los rostros amados, las palabras perdidas
para siempre;
allí
mi nido y mi campana rota.
Vuestra punzante voz es mi sangre más firme.
Allí flotáis todos aquellos que Fuisteis,
que eternamente Sois.
Me habláis en un lenguaje sin palabras
que solo yo comprendo.

¡Callad, calmaos,
aminorad vuestra sed
de existencia!
No soy Edith
y voy a talar todos los árboles del cielo
cuando apenas queden caminos en la tierra
que cavar con mis manos.

Seguid a flote, nadad sobre las hojas amarillas
del tiempo y el espacio.
Prometo
no girar mi cuello al sur;
prometo
no convertir mi corazón en sal
hasta la próxima melancolía.
























2 comentarios:

  1. Rosa, siempre siento la corazonada al leerte, de que entre melancolía y melancolía, tan real como insondable, tu corazón jamás será corroído por la sal, pues palpita joven como tu voz.
    Los espejos atávicos suelen oscurecer a quienes los portan a su espalda, pero tú los usas para reflectar la luz a quien te lee y las hojas vetustas y amarillas, que empañen el alma, sólo vuelan arremolinadas, lejos de tu voz rosa iridiscente, verde insurrecta "velada blanca, tan niña..."
    Mi abrazo,
    Cristián.

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  2. Cristián, amigo, muchas gracias por este hermoso comentario que es todo un honor y un regalo para mis ojos. En cualquier caso, la luz de un poema solo puede reflejarse en una mirada sensible como la tuya.
    Un gran abrazo, amigo.

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