No
soy Edith,
ya
no.
La
sal no amarillea mis ojos
ni
deshuesa esta paz
la
acidez de una lágrima.
He
aprendido
a pulir la fiereza del rayo,
a
sentarme sobre las ausencias
y
aderezar su Nada
radiactivo
con flores, con esqueletos
de
ángeles.
No
me advirtieron
que
la venda de los recuerdos
arde
y
es capaz de estrangular a la luz
en
su siesta.
Y
esta velada blanca, tan niña,
tan
extraña...
Presiento una crecida de ecos en la noche,
una
marea de espejos atávicos
fluyendo
hacia los meandros
del
no-olvido.
Allí
los rostros amados, las palabras perdidas
para
siempre;
allí
mi
nido y mi campana rota.
Vuestra
punzante voz es mi sangre más firme.
Allí
flotáis todos aquellos que Fuisteis,
que
eternamente Sois.
Me
habláis en un lenguaje sin palabras
que
solo yo comprendo.
¡Callad, calmaos,
aminorad
vuestra sed
de
existencia!
No
soy Edith
y
voy a talar todos los árboles del cielo
cuando
apenas queden caminos en la tierra
que
cavar con mis manos.
Seguid
a flote, nadad sobre las hojas amarillas
del
tiempo y el espacio.
Prometo
no
girar mi cuello al sur;
prometo
no
convertir mi corazón en sal
hasta
la próxima melancolía.
Rosa, siempre siento la corazonada al leerte, de que entre melancolía y melancolía, tan real como insondable, tu corazón jamás será corroído por la sal, pues palpita joven como tu voz.
ResponderEliminarLos espejos atávicos suelen oscurecer a quienes los portan a su espalda, pero tú los usas para reflectar la luz a quien te lee y las hojas vetustas y amarillas, que empañen el alma, sólo vuelan arremolinadas, lejos de tu voz rosa iridiscente, verde insurrecta "velada blanca, tan niña..."
Mi abrazo,
Cristián.
Cristián, amigo, muchas gracias por este hermoso comentario que es todo un honor y un regalo para mis ojos. En cualquier caso, la luz de un poema solo puede reflejarse en una mirada sensible como la tuya.
ResponderEliminarUn gran abrazo, amigo.