Arcilla
me nombraron sus labios
en la hora de la iniquidad,
carnero ungido
por la desolación del sacrificio.
Corté la luz
de un tajo
Hablé lenguas de sombra
atornilladas a la melancolía.
Piedra
apellidaron
al papel mojado de mi alma,
cuando la ictérica yedra de la muerte
infectó cada hueso del destino.
Salté el luto del tiempo,
sus airadas agujas,
liberé las preguntas que ardían
bajo la ira de mis uñas.
Me despoblé de conchas,
de espectrales raíces,
del yugo de los dogmas,
de sus pupilas burdas,
de sus Miedos.
Y le crecieron espigas
y manos aladas al silencio
y,
al fin,
fui Yo... desnuda de alcanfores,
descorazada de números de abismo,
al fin
la rosa azul
mendigó su corona
entre los genes grises
de mis venas.
Amor,
apéate de mis labios
en la hora del Eclipse,
cuando alumbren los ojos del búho
que madruga en el árbol cenital.
En la trastienda del teatro
la bailarina del opio
ha extendido sus brazos
hacia el círculo de luz
que la consume,
y gira sobre el vórtice de un verso
y muerde la manzana de un relámpago,
y tatuará una máscara en su lengua
para abortar a las sirenas de la muerte,
mitigando así
el voraz apetito de sus lágrimas.
Dije: Sueño
y se me llenó la boca de noche
cuando los astros maduraron en sus brazos
una ninfa deífica.
Yo quise nacer
del cántaro plural de la palabra,
verterme en las entrañas del iris,
aletear un pájaro de tinta
hasta el paroxismo de mis manos;
yo deseaba
alienarme en las flores no nacidas,
verdear
entre las ruinas dementes del invierno
y volar tan alto, tan alto...
Yo, gramática virtual de pergamino,
Yo, papél maché del tiempo.
Tú,
ladrón
de todos los infinitivos de mi sangre.
Ella,
Fue Ella la Llave
la Gran-diosa
La límpida Alondra de Luz,
la Venerada
por los Jinetes del Ambar.
Nunca Enodia,
la triste, la quimérica,
amamantada por un éter sin sal,
la fugitiva del sol,
la imperceptible mancha
en la rueda del destino.
¡Qué pronto te deshabitaste!
Quisiste anidar
en la alquimia
de las aves migratorias.
Hacerte
espina de luz.
Atrapar
un sol anfibio
entre tus dedos de aire.
Tú,
libélula de arena,
desenvainaste
tu espada medular
para segar
las rosas grises del silencio,
sondeaste
la estrategia del viento,
te sembraste palabra
sobre arterias de sombra.
Hoy
sangra el eco
de la campana azul
que dobla
por la muerte
de tus lágrimas.
¿Qué haré cuando me vaya?
Qué haré con tanto verbo sin alas,
con la palabra no nacida,
estrangulada por su cordón umbilical,
sembrada en una primavera quebradiza.
No traje arcones
para guardar el luto
del corazón
cuando resuenen
las campanas que te anuncian
en mi jardín de lágrimas.
¡Pesa tanto el alma
que se infiltró en mis huesos
y que jamás fue mía!
Duele el beso negro de almibar
con el que envuelves la tela de mi nombre.
¿Qué harás cuando me haya ido?
Tal vez,
rebuscarás en mis glóbulos enfermos
un rasguño de luz que te alimente.
Ahora mi lengua sabe a olvido,
a precipicio, a vértigo,
y no alcanzo a distinguir un horizonte
donde no me persigan tus palomas.
Somos aves de paso
en la estación del tiempo;
tierra motriz
que viaja
sobre el tren de la vida
y hay vagones sellados,
clausurados
por ojos amarillos;
otros:
capillas ardientes
de palabras
donde velar
el último sueño ya difunto.
Hay trenes
que se cruzan al filo del abismo
y rescatan fragmentos de alma
y la transportan
de nuevo hacia la sangre.
Hay destinos
que toman cuerpo de azar
y eternizan su impronta
de amanecer o espada
en las aceras en sombra
donde dormitan los sueños
del viajero.
Hay destinos
creciendo en los arcenes
del camino
como plantas acuáticas
que alargan sus raíces
a las neuronas ebrias del hastío
y siembran
de cuando en cuando
un billete de luz sobre la frente.
Tú,
espectro de luz
que planeas
sobre un mar de espejos encelados.
Tú que fluyes
desde el latido hondo de la sangre
hasta la desembocadura
de las manos,
y desciendes
en burbujas de ausencia
para ofertar el pan de una promesa
amasada en el fuego
y en el aire.
Dios de barro
enfundado en tela de arco iris
que zumbas en la cabeza
del cansancio
una rosa de papel
y un sol de tinta:
¡Vete
a tu regia esfera!
Sólo existes allí
donde florecen
los frutos dorados del deseo.
Sólo me habitas al pie
de lo intangible.
Déjame
sembrarme aquí, en la tierra,
y despegar
mi canto
en las aceras grises
del presente,
donde
despliego
a golpe de certeza
una bandera de alas
hechas de esparto y lágrimas.
Aquí
donde flota mi nombre
como un grito,
bajo la rebelión absurda
de las venas
que aún aguardan
el canto de un cisne azul
sobre el silencio.