Sonaron campanas de triunfo
en Calendria
una tarde plomiza de agosto.
Las persianas del despacho no lograban
aplacar la furia del verano,
cuando el psiquiatra dio por concluida
la terapia.
Nada más que añadir
a la minuciosa disección mental
llevada a cabo con precisión de cirujano.
Treinta y dos sesiones,
unas cuantos sicofármacos
y centenares de consejos prácticos
deberían bastar
para extirpar el tumor que lastraba
la frágil voluntad de su paciente.
Frente a él
una sombra corpórea,
sentada en una escueta silla de metal
asentía, callada.
Esto es todo, sombra.
Levántate,
camina,
coge tu pesado fardo
y arrójalo al abismo
del olvido.
Las campanas de Calendria
suenan hoy en tu honor.
La agradecida sombra se marchó,
desprendiendo a su paso un aura
de infinita tristeza.
El psiquiatra cerró la puerta
y se lavó enérgicamente las manos.
Los grises muros de la ciudad
agonizaban bajo el sol del mediodía.
Un hombre convertido en sombra
paseaba
entre las solitarias calles de Calendria;
una encogida y descastada sombra
que se dejó caer súbitamente
sobre un sucio portal,
abatida por los buitres
de la soledad.
La insolente luz
siguió amarilleando los objetos,
filtrándose por las rendijas del presente,
impactando en macilentos rostros
que peinaban su propia decepción.
Volvió a abrirse la puerta.
Una sobria voz se alzó,
imponiéndose sobre el silencio:
Que pase el siguiente, por favor.
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