domingo, 7 de abril de 2019

Donde los perros se suicidan


Si me quedase un gramo de esperanza, o un mínimo resquicio
de cordura,
o, acaso,  pudiese alimentarme de oxígenos lunares,
 negaría cada una de las muertes 
que rondan los pasillos de mi casa:
muertes que perfuman de sombra los armarios,
muertes que hacen el amor con mis demonios,
muertes que clavan su lengua en mi garganta...

Si mantuviese vivo un hilo de inconsciencia 
y no degustara la ceniza que desprende este silencio mío
cuando tiembla
al masticar la soledad,
podría creer en mí cuando te marchas,
pensar
en la nada como un postre que endulza
los fracasos, las ausencias;
olvidar
que en la orilla opuesta
a tu piel
arde una fría hoguera de certezas,
un vertedero de signos enfrentados
donde arrojan sus babas los mendigos
de luz,
donde, tarde o temprano,  los perros
se suicidan.

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