Si me quedase un gramo de esperanza, o un
mínimo resquicio
de cordura,
o, acaso, pudiese alimentarme de
oxígenos lunares,
negaría cada una de las muertes
que rondan los pasillos de mi casa:
que rondan los pasillos de mi casa:
muertes que perfuman de sombra los
armarios,
muertes que hacen el amor con mis
demonios,
muertes que clavan su lengua en mi
garganta...
Si mantuviese vivo un hilo de
inconsciencia
y no degustara la ceniza que desprende este silencio mío
cuando tiembla
al masticar la soledad,
podría creer en mí cuando te
marchas,
pensar
en la nada como un postre que endulza
los fracasos, las ausencias;
olvidar
que en la orilla opuesta
a tu piel
arde una fría hoguera de certezas,
un vertedero de signos enfrentados
donde arrojan sus babas los mendigos
de luz,
donde, tarde o temprano, los
perros
se suicidan.
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