Palpita, piedra roja, palpita,
despierta la memoria;
no afiles tus aristas, no dejes a tu
paso un rastro
de esqueletos azules, una impronta
de sueños arrugados de infancia;
quema las mieses agostadas,
purifica la sangre enmudecida;
enciende en mis pupilas su nombre;
déjale entrar
a la acordada hora del relámpago,
que baile con la aurora
y desdente con su voz amarilla
estas uñas de sombra.
Ven,
baila conmigo
la danza del olvido
hasta que los cuervos tatúen palomas
sobre el alba;
es temprano,
no dejes todavía
que me mire a los ojos la mujer
a quien no reconozco;
a quien no reconozco;
y tú, hermana,
déjame vivir mis muertes blancas;
eres humo, soy humo,
bien lo sé,
pero
llevo atado a mi cintura
un mapa de latidos;
arrastro conmigo la luz deshabitada,
puedo rehacer la antigua estructura
de los besos,
puedo rehacer la antigua estructura
de los besos,
despertar los secretos augurios,
avivar el perfume
del temblor,
avivar el perfume
del temblor,
perpetuarme en sus ojos,
porque ellos me hicieron lo que soy,
porque ellos me hicieron lo que soy,
porque en mí permanecen.
Tu poesía explora siempre en recovecos interesantes.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias por llegar hasta mis versos, amigo. Me alegra tu visita.
ResponderEliminarUn abrazo.
Un placer de lectura, Rosa. Evocas una ausencia que tiembla en cada palabra y que nos acerca y abraza. Felicitaciones.
ResponderEliminarSalud.
Muchas gracias por dejarme tu amable huella, estimado Julio.
ResponderEliminarUn abrazo.