Una noche de un día
de un invierno cualquiera
vendrá a buscarme
el animal Ausencia;
vendrá con gesto turbio, desleído,
a pastar en el hueco de mis labios;
una noche de un día
sin memoria, vendrá
a llenar con su cuerpo este pozo de
aire
donde amarillean los pronombres.
Se acercará a mi mano,
sigiloso,
erizando su lomo de cristal;
será inútil
inventar una flor que lo consuma
o arrancarle los dientes
con libélulas.
Me mirará, como hoy me está
mirando,
sumiso, inerme,
semiderrotado;
se tornará quebradizo al tacto de mi
mano,
resquebrajándose
en pedazos de ayeres.
Yo recompondré su carne azul,
su dócil esqueleto de tinieblas
y, de pronto, sentiré cómo roen mis
pies
la herrumbre de tu sombra, el murmullo
de un gesto
amanecido,
la piedra de la infancia...
Igual que ahora, beberé
sombras y luz de un trago;
escupiré los duelos, sus espinas
y me sentaré a mirarte, animal mío,
hasta que duerman el miedo
y el olvido.
Ay, mi pobre animal trágico
¡despierta!
siéntate en las rodillas
de mis pérdidas.
Inyecta en mis pupilas tus pupilas
de pergamino y véndeme
tu insobornable aliento de campana.
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