Una blancura ácida nos bautiza,
amor mío,
cose la piedra al párpado, los pies
a la insidiosa latencia del asfalto.
Siempre intuiste
mi fe por los abismos;
que la mañana suele abrirme sus
brazos
desolados
cuando los grillos inoculan su
esperma de metal
en el ojo del día.
Te he dicho
que mi sangre se vuelve amarga y
lenta;
que me invade las venas un ángel
gris, y van desintegrándose una a una
las musas de mi lengua.
Así se ata la madrugada a mis manos,
amor;
así se mofa de mí
la nostalgia
y luego,
cuando muere
la séptima penumbra,
destrozo las cortinas del rigor,
arranco las agujas de un reloj
cadavérico
y levanto bien alta la copa de mi
Sombra.
Entonces araño con ganas la
conciencia
de un gesto
y rescato
los pedazos de luz desollada:
ciento ochenta
continentes a la deriva en mí
que vendrán nuevamente a morder
mi voluntad de perro
al dar las seis y nadie.
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