Quién puede decir: este traje no me
pertenece porque el azar extravió quince otoños en mi puerta; solo
he abierto la maleta de un duelo para cerciorarme de que no es mío este
sonoro golpe en los recuerdos.
Quince otoños; sí, durante quince
otoños ella llamó a la puerta; tal vez fugaces instantes, o siglos; ella llamó a mi puerta y asomaron pezuñas de su
lengua de mártir; de su boca, una ceguera inmensa.
Y me enseñó a arrancarle dientes al
sol; a multiplicar el esguince de un duelo sobre el viento; a
restarle repetidamente a los lunes las alargadas raíces de su
sombra.
Trescientassesentaycinco y es de
noche, trescientos sesentaycuatro y no amanece... Trescientas
sesentayuna: escóndete, niña, escóndete bajo el cadáver de la
luna.
Llovió, siguiendo lloviendo; yo
practicaba esgrima con mis lágrimas; primero gotas, charcos, apenas
barro, nieve... luego un río, dos barcos, un pez, tres caracolas,
seis nubes, siete islas, una tripulacion pirata sublevándose,
algún tesoro escondido en mis quimeras, una bandera blanca y
encendida; doce pájaros bobos anidando en las ramas de mis sueños.
Quién puede decir “mañana” y
sentir el cadalso cimbreando sus huesos. No hay lecho de esparto del
que no sangren rosas ni un día tan sin alma que no siembre un
milígramo de fe sobre sus tumbas. No hay muerte si hay destino; hay
destino si hay luz y la luz puede vibrar y ser cometa; no existen mariposas
tullidas que no sepan volar sobre el lecho puro de algún verso.
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