Hoy
es un día más, uno cualquiera
y
tus párpados siguen imantados a la noche.
Presientes
fuera una luminosa madrugada,
pero
el cuerpo se resiste a obedecer la odiosa disciplina
de
la mente,
y
sigue doblegado al dulce delirio de tu último sueño
inconfesable.
Por fin consigues levantarte.
El espejo te devuelve la mirada de una mujer
que
apenas reconoces.
Identificas
tus manos derrotadas,
tu
actitud lunicida.
Gestos
a la deriva,
como
pecios amargos de un naufragio.
Te
desperezas,
tratas
de conectarte con el mundo
a
través de las páginas de un periódico local,
como
si la realidad cupiera en un pedazo de papel
y
el dolor fuese materia desechable
(¡Ah,
si pudiéramos incinerar la rabia
y
la impotencia y arrojarlas al cubil del olvido)
Con
el primer café del día humea
el
hedor de la condición humana.
La
oscura tinta se desangra tácitamente ante tus ojos.
Medias
verdades bailan un vals triste,
solapadas
por un silencio delator.
-Nada de esto debe afectarme demasiado-
susurra
la
voz en off de tu conciencia,
mientras
sigues devorando una sabrosa tostada.
Y, para resarcirte de tanta destrucción,
vomitas
tus delirios en un blanco lienzo
inflando
así las velas de tu ego,
y
te lanzas al turbulento mar
de
un profiláctico poema
cuya
grandeza - bien lo sabes-
no
sobrevivirá a la madrugada.
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