Mi entrañable enemiga:
no sé por qué te escribo esta
carta-poema,
habiendo tantas cosas importantes
por decir,
tantas cosas...
verdades que se ahogan en lagos
profundos
de silencio.
Me ha conmovido tu agónica silueta
sobre el entarimado de la soledad.
Pateas y pateas sin piedad el
vacío,
tratando de voltear la muerte,
suplicando con gesto
desesperado
un milagro improbable,
percibiendo tan solo la aséptica
frialdad
de un blanco cielo de escayola.
Vieja desconocida,
¡como echo de menos
tu huella en los cristales de mi
infancia!
¿Recuerdas cómo te odiaba
entonces? Cuando revoloteabas, desafiante, a mi alrededor y
encendías con tu soniquete mi furia, y yo trataba de aplastar tu
alma, o dentro del fresco patio, cuando ardía el verano y te
acercabas, sigilosa, y compitiendo con nosotros, los humanos,
tratabas de degustar la fruta fresca, la suculenta carne recién
horneada.
En mi ingenuidad no comprendía
el nexo que, inevitablemente, nos
ligaba.
Tú, como yo, zumbamos
de tarde en tarde
alrededor de la luz de la materia muerta,
nos alimentamos de sus restos
cuando la vida no da más juego,
no da más
que un pobre pasaporte a la
nostalgia.
Las dos percibimos que nuestro
destino
es arañar el aire sin tregua,
tratar de perforar
los agujeros negros que
presagian la muerte.
Mi odiada amiga:
busquemos una casa en donde
refugiarnos
del frío que atraviesa los cristales
de la incertidumbre ,
de la química lluvia que se
filtra
en las venas
para evitar el oscuro beso de la
parca,
de los túmulos blancos
donde se posa el miedo.
¡Cómo nos parecemos tú y yo,
desesperante insecto!
Cuánta felicidad, cuanto dolor
no habremos compartido,
mi furibunda, vital, zumbona y
trágica
enemiga.
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