Nadie dijo que fuera fácil
ganarle la partida al reloj
y sostenerse en la cuerda floja
de los sueños;
ocultar bajo el felpudo el hedor
de los números;
arrojar por las escaleras de tu mente
las facturas, los gritos de tu jefe, las cartas comerciales;
guardar todas las horas tejidas a golpe de
teclado
en el apolillado cajón de la rutina.
Nadie dijo que fuera fácil
recomponer el rostro ajado
de la noche
mientras conversas con tu soledad,
y ametrallas un lienzo en blanco
cuando te vence el ansia
de vomitar el mundo
a través de las yemas de tus dedos.
No resulta sencillo encender una hoguera
cuando la tarde sueña
con apagar sus párpados.
Sin embargo, amor,
cuando vienes a verme
y traes contigo la niñez y el
incendio,
cuando abro las puertas de mis venas
al duende adolescente que brinca en
tus pupilas,
los perros de la noche dejan de
ladrar
a todos los abismos;
mi cuerpo
recupera su latido
de infinitas pulsaciones
por abrazo.
Aprenden a danzar como niños
nuestros cuatrocientos doce huesos
juntos,
y mis incontables inviernos
y tus cincuenta y tantos veranos
y tus cincuenta y tantos veranos
logran fundirse en compás
de veinte y veinte.
Por eso, amor, hemos sumado luces
a las sombras que nos acompañan,
aprendiendo a esquivar las
trampas del dolor;
burlando, con pasitos torpes, las
esquirlas
del tiempo que macera nuestros pasos.
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