domingo, 13 de enero de 2019

Vértigo



I
Todo esto me nombra:
La alargada cruz de un credo sumergida en un vaso 
de infancia, el agudo presagio de un violín 
reventando la tarde,
flores secas de otoño flotando entre charcos de ira,
un largo silencio de cera pudriéndose al viento.

II
Intuimos demasiado temprano el drama que surcaba 
la pantalla en blanco y negro
del ayer; criaturas levitando en un mapa de olvidos,
 como a años luz
de una lágrima nuestra.

Nada había que temer.
El dolor más profundo era un ejército
todavía lejano.

Aprendimos después a vivir esquivando la ausencia:

El amable anciano del primero cuya memoria se llenó
de páginas en blanco y casi nunca ya recordaba mi nombre
(ni el suyo)

Ese niño con el que jugaba
en las tardes de sábado y que un día
no regresó.
Y vosotros¡ay, vosotros! íntimos
compañeros de sueños y luchas
que apostasteis por mí,
y brindasteis conmigo,
y una maldita hora de un día maldito
ya nunca más...

IIII
Amanece.
De pronto, la serenata de un grillo implacable:
las seis, una hora perfecta para batirse en duelo
con el mundo.
Tras las cortinas acecha la aurora y me viste 
de un aséptico blanco.
El café tiene sueño y tarda en humear su negrura.

Cierro la puerta y mecánicamente camino, camino
mimetizada en el gris de las calles.

IV
No existe mejor cirujano que el tiempo.
Corta con tijeras de olvido cualquier pequeño tumor
de la memoria.
Si no puede amputarlo,
narcotiza las vísceras.
Permite que podamos bucear en la Nada
sin sangrar demasiado.

IV
¿Cuánto tiempo ha transcurrido ya?
Qué acierto
cercenar los extremos de una cuerda
siniestra
que apenas lograba sostener
nuestras débiles sombras.

Arrancamos la mala hierba del jardín.
Quemamos uno a uno los huidizos silencios.

Un giro brusco de timón nos salvó de una muerte
temprana.


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