I
Todo esto me
nombra:
La alargada cruz de un credo sumergida en un vaso
de infancia, el agudo
presagio de un violín
reventando la tarde,
flores secas
de otoño flotando entre charcos de ira,
un largo
silencio de cera pudriéndose al viento.
II
Intuimos demasiado temprano el
drama que surcaba
la pantalla en blanco y negro
del ayer; criaturas levitando en
un mapa de olvidos,
como a años luz
de una lágrima nuestra.
Nada había que temer.
El dolor más profundo era un
ejército
todavía lejano.
Aprendimos después a vivir
esquivando la ausencia:
El amable anciano del primero
cuya memoria se llenó
de páginas en blanco y casi
nunca ya recordaba mi nombre
(ni el suyo)
Ese niño con el que jugaba
en las tardes de sábado y que
un día
no regresó.
Y vosotros¡ay, vosotros! íntimos
compañeros de sueños y luchas
que apostasteis por mí,
y brindasteis conmigo,
y una maldita hora de un día
maldito
ya nunca más...
IIII
Amanece.
De pronto, la serenata de un
grillo implacable:
las seis, una hora perfecta para
batirse en duelo
con el mundo.
Tras las cortinas acecha la
aurora y me viste
de un aséptico blanco.
El café tiene sueño y tarda en
humear su negrura.
Cierro la puerta y mecánicamente
camino, camino
mimetizada en el gris de las
calles.
IV
No existe mejor cirujano que el
tiempo.
Corta con
tijeras de olvido cualquier pequeño tumor
de la
memoria.
Si no puede
amputarlo,
narcotiza las
vísceras.
Permite que
podamos bucear en la Nada
sin sangrar
demasiado.
IV
¿Cuánto tiempo ha transcurrido
ya?
Qué acierto
cercenar los
extremos de una cuerda
siniestra
que apenas lograba sostener
nuestras débiles sombras.
Arrancamos la
mala hierba del jardín.
Quemamos uno
a uno los huidizos silencios.
Un giro
brusco de timón nos salvó de una muerte
temprana.
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