Jugaba con arena,
modelaba
la tarde entre sus manos:
ahora una flor, un pájaro,
un paisaje,
algún velero,
bebidos de repente
por las olas.
Un misterio le salía al encuentro
en cada punto cardinal
del día.
Aleteaban sus brazos
bajo un cielo ligero
para luego buscar
el seguro puerto
de su mano.
Jugó con ella el tiempo
(el tiempo y ella, frágiles ambos,
ambos hechos de arena
y espejismos)
y espejismos)
la modeló con tijeras de sombra;
le inventó un mar secreto
donde albergar las reliquias
de su infancia.
Allí naufragaba, allí nacía
de nuevo al mundo,
rebuscando en sus fondos amarillos:
una brújula, un sueño
carcomido, un ayer no devorado todavía o,
simplemente,
la silueta pura, perfecta,
del amor.
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