Te hablé de la palabra, Ángel,
de su ambigüedad oceánica,
de las aves espectrales que picotean
su alma quebradiza.
Te dije: - no la temas:
recuéstate en su vientre y
escúchame,
escucha
cómo hierve la espuma
de los verbos,
cómo el temblor se amansa,
y su fétido almíbar embriaga
de delirio
la cordura-.
Pero no quisiste mirar.
No me escuchaste.
-Ella es luz, es pasión – te
repetía-
mientras tú, incrédulo,
reinventabas
el mundo para mí
con tu risa.
La palabra
no sabe mentir , Ángel,
es un niño
que desea echar a andar,
hablarte:
mírame, escucha,
siente...
Sin embargo,
cuando duele la necropsia
del fracaso, o un un eco
del fracaso, o un un eco
marchito
roe la calma
y sangra
el olvido,
en la hora en que seudoprofetas
golpean las compuertas
del abismo
con alados versos y labios
disidentes,
y macilentas sombras
desorbitan la noche,
desorbitan la noche,
yo me aferro a la raíz
de tu silencio blanco,
tu cálido, carnal,
puro,
tangible,
desespinado
silencio.