Cabalgas, silencio,
a lomos de una bestia solitaria,
coronas mi temblor, señalas
mi cicatriz de pájaro vencido.
No,
no afines en mi oído
tu violín de suicidios,
tu incontable álgebra de aludes.
Tus dedos no pueden abarcar
mi cuello de amapola;
ya mi voz es murmullo quedo entre
ríos de lumbre:
secó el trigo negro de la infancia en
mis huesos
pero todavía no es tiempo de siega,
sino del blanco sideral, del gris
asceta, del músculo cantor.
Deja que amarillee lentamente la sien
del otoño, que ablande su cordura
con saliva de esperas.
Reposará mi sangre en el opio de las Parcas
mientras castigue el sol de agosto los
tejados
de un diciembre proscrito,
intuido en la piel de la ceniza.
Bello poema, que complace profundamente, un cordial saludo Rosa.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu amable huella, Nancy. Un abrazo, amiga.
ResponderEliminarRosa, siempre he sentido en tus poemas un uso llamativo de los meses del año, de las estaciones. Algo que dulcemente me llena de inquietud, dulce porque viene de ti, inquietante porque mi mirada siempre es así cuando pienso en el tiempo. ¿Quizás también tú?
ResponderEliminarAbrazos
Cristián
Inquietud, sí, e incertidumbre... Cristián, cuando van pasando los años y miras hacia atrás, compruebas el doloroso rastro de sus huellas. Se acentúa esa percepción del tiempo como un pájaro fugaz y te envuelve su vértigo.
ResponderEliminarGracias, amigo.
Abrazos.
Rosa, tu alma de poeta es eternamente joven.
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