Se acercaba la hora.
Habías visualizado una y mil veces ese instante crucial
en tu mente.
Te protegiste a conciencia,
desempolvando del arcón de los recuerdos
el disfraz de una sonrisa
como de media luna desvaída.
El paracaídas de almibarados instantes compartidos,
viejos sueños en pie de guerra
consumidos en tu juventud
atenuarían la conciencia
de tu desnudez.
La muleta
de dos o tres frases hechas
ayudarían a camuflar
la indefensión.
estabas preparado (lo creías de veras)
cuando alguien te llamó por tu nombre.
Al fin se abrió una puerta
blanca
como la inocencia.
La sangre aceleró sus embates
contra el acantilado de tus venas,
intuyendo que las palabras más temibles casi siempre fluyen
dulcemente.
Y te sentaste en la metálica silla de un austero despacho
a esperar la sentencia final.
Cataratas de frases apenas comprensibles
caían en cascada de su ronca garganta.
-¿Diagnóstico, doctor?
- Incertidumbre.
De pronto lo supiste:
un camino arduo, intrincando, solitario, te conducíría a la batalla final
contra la temible fiera
del destino.
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