domingo, 17 de febrero de 2019

Nadie nos dijo...



Nadie dijo que fuera fácil
ganarle la partida al reloj
y sostenerse en la cuerda floja
de los sueños;
ocultar bajo el felpudo el hedor 
de los números;
arrojar por las escaleras de tu mente 
las facturas, los gritos de tu jefe, las cartas comerciales;
guardar todas las horas tejidas a golpe de teclado
en el apolillado cajón de la rutina.

Nadie dijo que fuera fácil
recomponer el rostro ajado
de la noche
mientras conversas con tu soledad,
y ametrallas un lienzo en blanco
cuando te vence el ansia
de vomitar el mundo
a través de las yemas de tus dedos.


No resulta sencillo encender una hoguera
cuando la tarde sueña
con apagar sus párpados.

Sin embargo, amor,
cuando vienes a verme
y traes contigo la niñez y el incendio,
cuando abro las puertas de mis venas
al duende adolescente que brinca en tus pupilas,
los perros de la noche dejan de ladrar 
a todos los abismos;
mi cuerpo recupera su latido
de infinitas pulsaciones
por abrazo.
Aprenden a danzar como niños
nuestros cuatrocientos doce huesos
juntos,
y mis incontables inviernos
y tus cincuenta y tantos veranos
logran fundirse en compás
de veinte y veinte.

Por eso, amor, hemos sumado luces
a las sombras que nos acompañan,
aprendiendo a esquivar las trampas del dolor;
burlando, con pasitos torpes, las esquirlas
del tiempo que macera nuestros pasos.

martes, 12 de febrero de 2019

Pareidolia



Buscaba un fuego en el consumirse,
un bisturí de espuma con el que seccionar los abismos
de su desvencijada existencia,
y embarcó en una galera de tinieblas con destino
a su propia sombra menguante.

Creyó ver a la luna hundiéndose en un vaso de whisky.

Cada día, a la hora fatídica,
anudaba las cortinas del silencio
para no despertar a los cuervos
que presagian la ira.
Pero los cuervos emigraron hacia el sur un martes de invierno,
y el reloj siguió golpeando las horas con saetas de plomo.

Buscaba un fuego: un desnortado faro, una brújula ebria,
un bisturí de viento que borrara las heces de sus pasos erráticos.

Creyó ver a las aves picoteando el rostro del miedo y a los peces oscuros del silencio flotar entre las nubes.


Por un instante vislumbró  su casa, malherida por los rayos del crepúsculo. 

Quiso enterrar los huesos de su memoria rota,
y, embarcado en el humo del último cigarro,
tomo rumbo a la creciente lumbre
de su sombra.