Hoy puedo describir el rostro de
aquello
que no vi,
aquello que callamos, lo que no se
menciona.
Preparábamos juntas un altar a
diciembre,
pero siempre llegaba desnudo, en los
huesos.
Recuerdo
los días previos, sus augurios de
incienso,
tus pisadas nerviosas por el triste
pasillo
de la desesperanza; su sosegada voz,
acostumbrada
a navegar a tientas sobre el mar
de las pérdidas...
Recuerdo, sobre todo (y esto es cierto)
que dos y dos jamás sumaban cuatro;
una fracción de él, revestida
de un cuerpo
fatigado
y confuso
acudía al encuentro,
el resto se hacinaba junto a las risas
cómplices
de extraños en tugurios que bullen
sobre brasas
de cielos extinguidos.
Pronto vendrá diciembre -decían tus labios-
y modelabas tu verdad con el barro de
algún deseo
agónico,
y él mientas daba dos o tres vueltas
al abismo para huir
de los largos brazos de diciembre,
de la irónica intersección del deber
familiar,
de sí mismo,
de su sombra de fieltro;
y en la primera copa del penúltimo
olvido
brindaba por la inexactitud
del número perfecto.