Desfilaban
uno tras otro,
sin permiso,
sin tregua:
dulces, etéreos, cómplices,
azul-lamento algunos;
electrizantes, boreales,
audaces,
vertebradores de luz los más;
los menos, embriagados
de arsénico.
Todos ellos te amaban,
arrojaban a tus pies sus temores,
se atrincheraban tras la cálida
sombra
de algún gesto tuyo,
alquimistas fugaces de mi exilio
perpetuándose
en un crisol de futuras ausencias.
Hoy reclamo sus melíferos huesos
vengo a sus tumbas con flores
antiguas,
evocando mi patria perdida,
destejiendo latidos, pronombres,
risas y llantos, condenas y gozos.
Eran de carne y sueños los días;
fueron niños
creciendo en mi seno.
Sucumbieron muy pronto a la muerte,
al hachazo
de un tiempo metálico.