He tendido al silencio mi camisa de
pájaros,
mi camisa de aullidos de paloma, la
misma
que mostró abierto mi pecho uno de
esos domingos
de Moriembre
entre las pseudorrisas del reloj
fraudulento
y las copas de orín
del fracaso.
He tendido al silencio mi camisa de
fiesta.
Junto a ella, mis pies domesticados.
También tendí su Ausencia, sí, su
Ausencia
y mi ayer luminoso y mi cáustica
mente
al sol de un son de invierno de un
veintisiete y nadie.
La podredumbre duele, sabe a cáncer
de sombras;
tiene un aire a relámpago
de papel couché,
tiene unos ojos dulces como de niño
ciego,
ojos que no pueden mirar
el mar
de las palabras hechas de carne y de
temblor.
Así que
no vengas hasta mí con dagas de
penumbra, con violines tarados,
ni trampas para cíclopes.
Elyne se fue. Elyne, la del latido
blanco,
la de la roja risa...
Se la llevó Moriembre
y con ella se hundieron los melíferos
barcos
del ayer.
Ahora
pongamos sobre la mesa un vaso de
certezas
amargas;
brindemos por la resurrección
de los peces suicidas, por la luz
insondable
que agoniza tras el obsceno túnel
cincelado
a golpe de silencios,
por las venas abiertas al sol de las
ausencias
que jamás sucumbieron a esta guerra de máscaras.