Las tres y cuarto. El teléfono crepita,
quiebra al un instante
la frágil porcelana del silencio.
Un tenso escalofrío recorrió las arterias
de la noche.
El yunque de una humeante voz de terciopelo
aplastó la incipiente madrugada.
NO ESTÁ. NO ES-TÁ. YA NO.
Se precipitaron los muros de la espera.
Cayó el telón de un tiempo
de doctrinas,
se diluyeron las voces, las cadenas...
Frágiles espejismos de esperanza
yacían muertos en un charco de ausencias.
Han pasado varios años sin tu sombra.
Es noviembre de nuevo,
pero el cielo no pesa.
El mundo es terriblemente más liviano.
Atlas
se ahogó en un océano de whisky
cansado de sujetar el mundo
con sus brazos.
Hoy me acerqué a la casa.
No pude presentir
su latido golpeando mi cabeza.
Cierro los ojos
y me atrinchero con todos sus fantasmas.
Escucho los suspiros brotando
como lágrimas
de su pecho de nieve;
los sueños abortados para siempre,
la verdad amordazada
bajo el disfraz
de una sonrisa inocua;
el dolor refugiándose
en el último vagón de la memoria.
Desvisto los recuerdos que no enterró la muerte
ni aquél “adiós” nunca dicho
de noviembre.
