Las siete de una tarde agónica.
Es julio y el sol se empecina en fustigar
con ardientes caricias las aceras.
- Un lametón más de tu lengua, sol,
bastará para derretirme en el asfalto-
Estoy frente al espejo de una pared desnuda.
La intensidad del silencio me delata.
Se apodera la desidia de mi aburrida mente,
que decide colarse
entre bytes y códigos binarios, en busca de respuestas
(o de aventuras únicas ¿quién sabe?)
hacia otra realidad que no comprende
- huyendo absurdamente del vacío;
absorbiendo un carrusel de imágenes
que bombardean los ojos
y el cerebro-
Ciclónicas noticias danzan en la pantalla,
fuegos fatuos en la noche
de tu voluntad, alumbrando un descenso
hacia el abismo.
Busco respuestas y encuentro mil preguntas.
Indago en la sustancia de las cosas,
queriendo descubrir mi esencia más profunda
(es en serio)
pero acabo comprando un rímel de ojos
cuya marca desconocía hasta ese instante
(lo curioso es que ni siquiera lo lamento)
Vuelvo mi interés hacia los noticiarios:
vida y muerte bailando un vals con la mentira
– o la verdad a medias, más incendiaria y cruel
que la mentira-
Escarbo en el subsuelo de la realidad: hallo un árbol
de raíces podridas;
sus hojas cobijan el alma de la dócil rutina cotidiana,
nos dan de mamar una leche dulcemente insana.
Somos ovejas descansando en un redil de lobos,
caracoles hirviendo a fuego lento
en blandas aguas turbias...
Y ni siquiera nos hemos dado cuenta.