La cúpula militar se reunió con urgencia.
Objetivo: aplacar el hambre
de las bestias
que roían en silencio sus entrañas.
Calcularon con rigor milimétrico
la dimensión exacta del castigo.
Escogieron meticulosamente
las palabras
-apáticas palabras de indefinidos rostros;
palabras soberbias, firmes,
combativas;
palabras que se incendiasen con el viento
de una determinación bien pergeñada;
zombificadas doncellas
cuyos vientres
albergasen todos los demonios-
tunearon sus significados
y se las dieron de comer
a los corderos.
El resultado fue un éxito rotundo:
el germen del odio echó raíces;
la muerte fertilizó
el alma verde y viva
de los campos, con semillas
de espanto y destrucción.
Donde latía el corazón de una ciudad
solo quedó un reguero de cenizas.
Echaron tierra sobre los niños muertos,
acallaron con ráfagas de rabia
los impotentes gritos de sus madres.
La cúpula militar volvió a reunirse;
se lamentaron en voz alta
por los daños colaterales provocados,
esbozando una gesto torvo
que apenas disimulaba
la satisfacción por el éxito alcanzado,
y se felicitaron mutuamente
-y en secreto-
por la eficacia de las operaciones
efectuadas
en territorio hostil.
Los noticiarios
desviaron sus focos de atención
a temas más livianos
para no fatigar a sus audiencias.
La vida siguió su curso acelerado,
y el eco de un dolor ácido
y salvaje
se fue desvaneciendo poco a poco
con los turbios vaivenes
del olvido.