No presentía su llegada;
caía de repente, disipando la ceniza gris
del tedio, como una lluvia luminosa
y extraña.
Todo se teñía de rojo encendido en su presencia:
las paredes, el escuálido árbol, los adornos, las luces,
las postales (también esas que no llegaron nunca)
La negra y larga espera, sobre todo...
En aquellos días, ellos le daban la espalda al infortunio;
se sentaban el uno frente al otro,
fundiendo el tiempo sobre un tapete verde
donde el mundo se representaba
en naipes de cartón.
Tan pronto, una copa rojiza se quebraba
esparciendo sus huecas entrañas en la mesa,
las espadas afilaban sus aristas, dispuesta siempre
a presentar batalla.
El esquivo y cobarde oro se ocultaba tras la pétrea arrogancia
de los bastos.
Y el tiempo lúdico devoraba a otro tiempo más oscuro
retenido
bajo las luces glaucas de sus ojos.
No recuerdo la cadencia de la nieve
esparciendo su pálida belleza sobre los tejados
de diciembre.
Sí, en cambio, las veladas
en torno a una mesa engalanada
de inocencia,
y un ventanal de cristales quebradizos por donde se colaban
de tarde en tarde
el cierzo
y la tristeza,
y el brillo azul-grisáceo de sus ojos
navegando por la quebradiza calma
de un silencio de aristas sumergidas.
Hoy llueve
sobre mi memoria
una ceniza roja:
el destello de un mar
adormecido;
la fortaleza de unos ojos profundos
enraizando en mi espíritu
su alma de roble centenario,
y aquellas viejas cartas que vuelven a arrojar su acartonada piel
sobre la densa alfombra
del olvido.