No fue otra cosa que amor:
el beso amargo
de aquella despedida;
esa cama cruzada en el verano
que ya no regresó.
La punzante memoria, mordida por los
perros
de la razón
seccionaba la infancia;
ellos coreaban mi sudor con su sangre,
pero era amor, sin duda.
No era otra cosa que amor.
Un viento de lustros con aroma de
espinas despertaba
mi alma
e iba sembrando a golpe de nevada un
amor
descastado.
La ignorancia era ciega, por ello
tenía cierta dosis de candor
en sus venas,
y las mías se llenaron de encapsulado
amor.
Luego llegaste tú, tú, tu gesto
vivo, tu saltarina risa,
el río de tu sexo,
la infantil gravedad de tu sombra
lunática.
Y todo desbordó,
todo se hizo ligero desde entonces:
mis pies, el cielo herido, la fiebre
del olvido...
Viene otra vez la noche,
se acerca de puntillas a silbar en mi
oído
algún naufragio,
y las preguntas afilan su guadaña,
cercan los muros
que me salvan, se retuercen en el
abismo
de un poema;
y todas las excusas, y todos los
suicidios se pudren en la cera
del tiempo compartido;
y no sé si es amor, pero si estás conmigo, el dolor es un duende
famélico
que huye
maldiciendo mi suerte
cada vez que me abrazas.
famélico
que huye
maldiciendo mi suerte
cada vez que me abrazas.