Pregunté a la noche por mi ceguera:
di, noche,
¿cuántos duelos puede pesar una sola sombra?
Mira
este hígado nevado por la muerte,
este corazón cercenado por tijeras
de olvido.
No sé soñar,
olvidé en mi entierro la letanía
de los volcanes.
No, no sé soñar.
La lucidez ata mi cintura a su talle de
fieltro,
incrusta su cerebro en mis sandalias.
Sin embargo
puedo rezarle un credo a la locura
sin despeinar el silencio;
hablar un dialecto de alas
con la voz de mi voluntad.
Alimenta este no-sueño, noche,
este tierno pan de aire
amasado con harina
de relámpagos.