Tú y yo, hermana mía, y este enorme
abismo
descarnado
que solo cubre el cielo cuando rompe
su contenido llanto
sobre la piel desnuda de la tierra.
Tú y yo aguardando
la hora del bullicioso retorno
de los pájaros
para sentirnos, por un instante,
sombras
mortales
que sobrevuelan
estepas infinitas
de silencio.
¿Quién nos parió desnudas
de alas?
¿Quién, de unos ojos ausentes
hizo su altar?
Hemos aprendido a alquimizar
el dolor de la ausencia,
a ordeñar el lenguaje
mudo y eficaz
del silencio.
La palabra es un ajuar indigno
a la grandeza de soñar,
a la grandeza de sentirnos palomas
cuando un niño nos presta
sus alas de infancia.
Es entonces, solo entonces,
cuando se resquebraja la pared
del hastío,
y logramos huir de este cuerpo
metálico, de esta perpetua cárcel que cobija
la nada.